Los que vendieron las bombas ahora venden la paz

Los titulares vuelven a hablar de alto el fuego. Los mismos gobiernos que autorizaron transferencias de armas, vetaron resoluciones humanitarias y miraron hacia otro lado mientras caían hospitales, ahora posan como arquitectos de la paz. La coreografía es conocida: declaraciones solemnes, reuniones de emergencia, promesas de reconstrucción. Mientras tanto, en Gaza, los escombros aún humean y los niños aprenden a identificar cadáveres por la ropa.

Lo que llamamos "conflicto" dejó de serlo hace tiempo. Es un espectáculo de poder donde cada actor interpreta su papel: indignación medida, condena sin consecuencias, solidaridad que no incomoda a nadie importante. Los comunicados oficiales hablan de futuro y esperanza, pero entre líneas se leen contratos de armamento, mapas de gasoductos y cálculos electorales. Le llaman diplomacia. Es contabilidad.

Renders del proyecto turístico Trump Gaza mostrando hoteles de lujo, playa y casino
Occidente ha perfeccionado el arte de parecer humano sin dejar de ser cómplice. Sus líderes se indignan en Twitter, se fotografían con refugiados, anuncian paquetes de ayuda humanitaria. Al mismo tiempo, sus embajadas firman licencias de exportación militar y negocian acuerdos energéticos con quienes bombardean escuelas. El sistema es perfecto: todos quedan bien, todos ganan algo, y los muertos no tienen cuenta bancaria ni voto.

En Gaza ya no se muere solo bajo las bombas. Se muere bajo el silencio: el de quienes podrían hablar y eligen no hacerlo, el de quienes prefieren estadísticas a nombres, el de quienes convierten la masacre en un asunto "complejo" —como si la complejidad fuera una absolución moral—. La complicidad se disfraza de neutralidad, como si no tomar partido no fuera, en sí mismo, una toma de posición.

Los planes de paz que ahora se anuncian no buscan resolver nada. Son planes de gestión del olvido: diseñados para que el conflicto dure lo suficiente sin molestar demasiado, para que las empresas de reconstrucción facturen antes del próximo ciclo de violencia. Cada promesa de ayuda esconde un contrato; cada conferencia internacional, una licitación. Gaza no es una tragedia para ellos. Es una oportunidad de negocio recurrente.

Y todos saben que esto volverá a ocurrir. Este alto el fuego no es paz, es una pausa técnica. Un respiro para recomponer fuerzas, no conciencias. Netanyahu —protagonista indiscutible de esta obra— aún no ha logrado su verdadero objetivo, y no es la seguridad de Israel: es su propia supervivencia política. Ha convertido el miedo en método de gobierno y la guerra en estrategia electoral. No necesita derrotar al enemigo; necesita mantenerlo vivo el tiempo suficiente para seguir en el poder. Su victoria no se mide en territorios conquistados, sino en mandatos extendidos.

La comunidad internacional actúa como coro de tragedia griega: se lamenta, declara, condena, pero jamás interviene. Sus gestos son calculados, su compasión rentable, su indignación tiene límites muy precisos. Europa oscila entre la culpa histórica y el pragmatismo electoral. Estados Unidos baila entre el espectáculo mediático y los intereses estratégicos. Y la ONU sigue aprobando resoluciones que nadie cumplirá, como si las palabras tuvieran el poder de detener misiles.

Pero hay otra víctima en todo esto: Israel mismo. No en sus edificios —esos permanecen intactos—, sino en su tejido moral. Un país que ha normalizado el miedo como política pública y el sufrimiento ajeno como rutina, está destruyendo algo más profundo que territorios. Y la comunidad judía mundial, manipulada por la maquinaria propagandística de Netanyahu como escudo emocional, paga también ese precio: se le exige defender lo indefendible, confundir legítima defensa con venganza sistemática, aceptar la brutalidad como inevitabilidad histórica.

La hipocresía es colectiva. Occidente se ha acostumbrado a la barbarie, siempre que ocurra a la distancia justa para no interrumpir el café de la mañana. El horror se mide en segundos de noticiario, no en vidas destrozadas. La moral se ha vuelto estética: nos compadecemos del débil sin tocar los intereses del fuerte. Es una compasión de consumo: rápida, visible, intrascendente.

El acuerdo que se anuncia esta semana no pone fin al sufrimiento. Lo institucionaliza. Normaliza la ocupación, legaliza la desigualdad, administra el dolor en dosis gestionables. No habrá justicia. Habrá gestión.

Lo más obsceno no es la violencia —esa al menos es honesta en su brutalidad—. Lo obsceno es la calma con que se negocia después. Las potencias hablan de reconstrucción como promotores inmobiliarios: cifras, plazos, licitaciones, áreas de influencia. Gaza no es una catástrofe humanitaria para ellos. Es un proyecto con fases y presupuesto.

Quizá la palabra más honesta de todo este teatro sea precisamente esa: gestión. El mundo no quiere paz. Quiere gestionar el conflicto, mantenerlo dentro de márgenes aceptables, convertirlo en un flujo económico y político predecible. Gaza no es una excepción de nuestra época. Es su espejo más fiel. Lo que vemos allí no es solo la destrucción de un pueblo, sino el retrato de una civilización que ha perdido la capacidad de indignarse de verdad.

Pero hay algo más terrible que la violencia misma: nuestra indiferencia ante ella. Sabemos las cifras —sesenta, setenta mil muertos, veinte o treinta mil de ellos niños—. Sabemos que han asesinado deliberadamente a médicos y periodistas, con la cínica excusa de combatir a Hamás, el mismo grupo terrorista que Israel contribuyó a crear cuando le convenía dividir la resistencia palestina. Lo sabemos todo. Y seguimos desayunando, trabajando, planeando vacaciones.

La pregunta no es solo moral, es existencial: ¿es viable una humanidad sin compasión? ¿Puede sobrevivir una especie que ha aprendido a mirar hacia otro lado ante el exterminio sistemático de niños? No hablamos de ignorancia —esa sería perdonable—. Hablamos de conocimiento sin acción, de información sin consecuencia, de horror normalizado. Hemos construido una civilización capaz de transmitir en vivo la masacre y convertirla en contenido más entre el tráfico y el tiempo. La pregunta no es si Gaza sobrevivirá. Es si nosotros merecemos hacerlo.

Algún día, los libros de historia no hablarán de héroes ni mediadores. Hablarán de una generación que confundió neutralidad con decencia, pragmatismo con moral, diplomacia con cobardía. Y si algo queda de nosotros en esas páginas, será esto: que lo supimos todo y elegimos no hacer nada. Que tuvimos todas las herramientas para detener la barbarie y preferimos contarla.

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