Rumanía: una identidad forjada en la adaptación
Viajar a Rumanía es mucho más que recorrer castillos, monasterios y paisajes que parecen
sacados de una postal. Es, sobre todo, una oportunidad para observar cómo la historia se imprime
en las personas y cómo un país moldea su carácter colectivo a través de los siglos. Durante mi
viaje, intenté ir más allá de la imagen turística: miré cómo hablan, cómo se relacionan y cómo se
describen a sí mismos. Y lo que encontré fue un pueblo marcado por una constante necesidad de
adaptarse. 
La historia de Rumanía está hecha de capítulos breves. Pocas de sus etapas políticas o culturales
han durado lo suficiente para consolidar una identidad estable. La dominación romana, por
ejemplo, apenas superó los 170 años. La monarquía, aunque simbólica en ciertos momentos, tuvo
una vida corta y discontinua. El comunismo, intenso y opresivo, también fue relativamente breve en
comparación con el peso que ha tenido en la memoria reciente. En muchos otros países, estos
sistemas han perdurado durante siglos, dejando una huella más profunda y estructural.
A esto se suma la particular geografía política de Rumanía: sus fronteras han sido históricamente
permeables. Esa condición facilitó el paso —y muchas veces la invasión— de pueblos y ejércitos
muy distintos entre sí: alemanes, húngaros, rusos, griegos, otomanos, romanos… Cada uno dejó
huellas en el idioma, en la arquitectura, en las costumbres y, sobre todo, en la forma de verse a sí
mismos. No es casualidad que en estas tierras convivan tantas capas culturales y que las ciudades
tengan, a veces, un aire mestizo y cambiante.
Este constante trasvase de influencias ha tenido una consecuencia curiosa: los rumanos han
adoptado como parte de su identidad elementos que en origen les fueron impuestos. Un ejemplo
claro es el propio nombre del país, Rumanía, que hace referencia directa a los romanos. La
paradoja es que la presencia imperial aquí fue breve y mucho menos influyente que en otros
territorios mediterráneos. Los dacios, el pueblo originario, apenas jugaron un papel relevante en el
núcleo del Imperio, y sin embargo hoy la identidad nacional se presenta como heredera directa de
Roma.
Otro pilar identitario, la religión cristiana ortodoxa, tampoco nació aquí. Llegó desde otros
territorios, pero fue acogida y reforzada hasta convertirse en uno de los elementos más sólidos de
la autoimagen nacional. La alta identificación con la iglesia ortodoxa parece, en parte, un esfuerzo
por encontrar un ancla cultural estable frente a tantos cambios. Las catedrales, monasterios y
ceremonias ortodoxas no son solo símbolos religiosos, también funcionan como una reafirmación
de pertenencia.
Pero quizá el rasgo más revelador no está en los edificios ni en los nombres, sino en la actitud. En
Rumanía existe un dicho popular que afirma que, a veces, es mejor inclinar la cabeza para evitar
que te la corten. Es una frase que condensa siglos de experiencia histórica: saber cuándo resistir y
cuándo ceder. No se trata de cobardía, sino de pragmatismo. Durante siglos, los rumanos han
tenido que convivir con el poder de otros, adaptándose a nuevas reglas para poder seguir adelante. Esta flexibilidad ha sido, sin duda, una estrategia de supervivencia.
Sin embargo, esa misma flexibilidad tiene un coste. La capacidad para adaptarse con rapidez
también puede restar fuerza a la hora de definir objetivos propios y construir un futuro según una
visión nacional clara. La resignación a aceptar lo que dictan potencias externas —en otros tiempos
los austrohúngaros, Moscú o Roma, y hoy Bruselas— limita su margen para diseñar un proyecto
de país verdaderamente autónomo. Si no desarrollan una identidad más definida y una autoestima
colectiva sólida, les costará generar un desarrollo social ilusionante.
En mis conversaciones con gente local, esa herencia cultural se percibe en pequeñas cosas. Son
hospitalarios y cercanos, pero también saben medir sus palabras. Hay una habilidad casi instintiva
para moverse con cuidado en situaciones inciertas, algo que probablemente sea fruto de esa
memoria colectiva de invasiones y cambios de régimen.
La paradoja es que, pese a esta aparente maleabilidad, he encontrado un profundo orgullo en ser
rumanos. Puede que sus referentes históricos y culturales provengan de fuera, pero han sabido
hacerlos propios. Han tejido una identidad que es, en gran parte, un mosaico de influencias, pero
que funciona como un todo coherente. Esa capacidad para integrar lo externo sin perder lo interno
es, a mi juicio, una de sus mayores fortalezas.
Recorrer Rumanía con esta perspectiva cambia la forma en que se ven sus paisajes y
monumentos. Las fortalezas medievales dejan de ser solo piedras antiguas y se convierten en
testimonios de resistencia. Los monasterios ortodoxos, con sus murales y sus rituales, son más
que templos: son anclas culturales que han mantenido unida a la comunidad. Incluso la
arquitectura de las ciudades, con sus capas de estilos y épocas, se entiende mejor cuando se ve
como el resultado inevitable de una historia de tránsito y superposición.
Creo que este viaje me ha confirmado algo que ya intuía: un país no se define solo por lo que ha
creado desde dentro, sino por cómo ha sabido integrar lo que le ha llegado desde fuera. En ese
sentido, Rumanía no es un lugar “puro” ni “original” en el sentido estricto, pero sí es un lugar
auténtico en su propia mezcla. La identidad rumana, forjada en la adaptación, es un recordatorio
de que la flexibilidad puede ser una fuerza… pero también un freno si no se acompaña de una
dirección clara.
Cuando regrese a España y me pregunten qué es lo que más me ha impresionado de Rumanía, no
hablaré solo de castillos o paisajes. Hablaré de un pueblo que ha aprendido, a lo largo de siglos de
cambios y presiones externas, a sobrevivir y a rehacerse una y otra vez. Hablaré de cómo la
historia no siempre permite construir sobre bases firmes, pero sí enseña a encontrar equilibrio en el  movimiento constante. Y quizá, en estos tiempos de incertidumbre global, esa lección —y la
necesidad de complementarla con una visión propia— sea una de las más valiosas que me llevo
en la maleta.

 
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