Necesitamos la religión

Hay un debate que se repite en círculos intelectuales, redes sociales y cafés progresistas: ¿deberíamos superar la religión como humanidad moderna y racional? En teoría, suena bien. La ciencia nos da respuestas, la ética se puede construir sin dogmas, y el progreso parece ir de la mano del laicismo. Pero siendo pragmáticos —y no idealistas— hay que decirlo sin rodeos: las religiones siguen siendo herramientas funcionales para organizar sociedades, y prescindir de ellas sin reemplazo es un error de diseño social.

No estoy hablando de fe ni de teología. Estoy hablando de ingeniería social.


Religión: una infraestructura emocional funcional

La principal utilidad de la religión no es espiritual. Es emocional y conductual. Las religiones inducen comportamientos funcionales —como la cooperación, el autocontrol, la moral compartida— sin necesidad de educación profunda ni razonamiento filosófico.

¿La clave? Trabajan directamente sobre las emociones: culpa, miedo, esperanza, sentido, pertenencia. Y lo hacen a través de mitos, símbolos, rituales y comunidades. Esto permite que millones de personas adopten valores, normas y prácticas sin haber pasado por Kant ni por Rousseau. Y eso, para una sociedad funcional, es extremadamente valioso.



El ateo funcional: el que no cree, pero no destruye

Hay muchos ateos que, sin creer en Dios, reconocen el valor cultural de la religión. Les podríamos llamar “ateos católicos” o “ateos funcionales”. No rezan, pero admiten que haya iglesias. No creen en milagros, pero reconocen que la misa de domingo es un ritual social útil. No aceptan la existencia de un Dios, pero valoran que haya un marco moral estable.

Este tipo de ateísmo no es una contradicción. Es realismo pragmático.


¿Qué hace que una religión sea útil?

No toda religión cumple esta función útil. Para que una religión sea valiosa como infraestructura social debe cumplir ciertos requisitos. Si no, se convierte en lo contrario: un obstáculo.

Aquí los criterios clave:

1. Adaptación a los tiempos

Debe actualizar su discurso sin traicionar su núcleo. Si no se conecta con el presente, se convierte en fósil.

2. Capilaridad social

Tiene que estar presente en la vida diaria: en barrios, pueblos, hospitales, redes solidarias. No sirve una religión encerrada en templos o en declaraciones abstractas.

3. Eficiencia institucional

No puede ser una burocracia inerte. Tiene que entregar sus “servicios” (rituales, consuelo, ayuda) de manera ágil y real.

4. Mecanismos anticorrupción

Si no se controla el abuso de poder (sexual, económico o doctrinal), se convierte en una amenaza. Toda institución poderosa necesita controles internos y externos.

5. Evitar concentración absoluta de poder

Cuando una religión se convierte en Estado o en autoridad incuestionable, degenera. La separación entre lo espiritual y lo político es esencial.


Los riesgos que no se deben ignorar

Aceptar que la religión es útil no significa dejarla operar sin límites. Es una herramienta poderosa, y como toda herramienta poderosa, puede ser peligrosa si no se regula.

Entre los riesgos más claros están:

La manipulación emocional, que puede anular la autonomía individual.

La opacidad institucional, que permite abusos encubiertos.

La fusión con el poder político, que genera autoritarismo moral disfrazado de fe.

La religión debe servir a la sociedad, no dominarla. Si no puede controlarse a sí misma, debe ser controlada por la ciudadanía crítica.


¿Cómo lo están haciendo las religiones hoy?

Un análisis rápido de las religiones más influyentes en Occidente revela diferencias claras:

Judaísmo: Alta cohesión interna y fuerte tradición educativa. Su versión reformista es moderna y funcional, pero las ramas ortodoxas presentan rigidez y exclusión. En Israel, su vínculo con el nacionalismo religioso plantea tensiones éticas.

Catolicismo: Se ha adaptado parcialmente, tiene buena capilaridad y cierta autocrítica, pero aún arrastra problemas graves de opacidad y abuso de poder.

Protestantismo clásico (Luteranismo/Calvinismo): Aporta estructuras más racionalizadas y transparentes, pero su vínculo histórico con las élites económicas, especialmente en su versión calvinista, ha legitimado desigualdades y lo ha alejado de la crítica social. Hoy es una religión institucional, más cómoda con el orden establecido que con los excluidos.

Evangélicos: Tienen gran presencia y dinamismo, pero con altos riesgos de manipulación, sectarismo y concentración de poder en figuras carismáticas.

Ortodoxos: Poco adaptados, muy vinculados al nacionalismo y con estructuras cerradas.

Islam (incluso en contextos occidentales): A pesar de su crecimiento y capacidad de generar comunidad, sufre graves limitaciones en cuanto a derechos individuales, especialmente los de las mujeres, y mantiene ambigüedades preocupantes respecto al uso de la violencia y la libertad de conciencia. La falta de una reforma teológica centralizada complica su modernización real.

Ninguno es perfecto. Algunos son funcionales, otros son fósiles, y otros son bombas de tiempo.


Conclusión: la utilidad no es lo mismo que la verdad

No necesitas creer que Dios existe para aceptar que la religión, bien gestionada, es una de las pocas estructuras capaces de producir orden emocional y moral en millones de personas sin pasar por el camino largo de la educación racional.

¿Queremos sociedades estables, con ciudadanos que colaboren, se cuiden y tengan límites internos? Entonces no destruyamos las religiones útiles antes de tener algo mejor para poner en su lugar.

La fe puede ser opcional. Pero el sentido, la ritualidad y la comunidad no lo son. Y hasta ahora, la religión sigue siendo el sistema más eficiente para proveerlos.


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