Solo el pueblo salva al pueblo

Cuando se habla de polarización, casi siempre se piensa en la división clásica entre izquierda y derecha. Sin embargo, esa es solo la superficie. La verdadera fractura, la que atraviesa de verdad nuestras sociedades, no está en la ideología sino en los intereses: por un lado los ciudadanos y por otro los políticos.

Los ciudadanos vivimos pegados a la realidad. El despertador que suena temprano, el trabajo que hay que conservar, la hipoteca o el alquiler, los niños que necesitan atención, los mayores que requieren cuidados. La vida de la mayoría de la gente está marcada por la urgencia de sobrevivir, por la necesidad de sacar adelante a la familia, de conservar la casa, el coche, los pocos ahorros. En cambio, los políticos habitan un mundo distinto. Sus horarios, sus preocupaciones y hasta sus prioridades se parecen poco a los nuestros. Ellos dedican su tiempo a mantener privilegios, a jugar con presupuestos que no salen de su bolsillo, a cuidar una imagen pública que garantice que seguirán en el cargo. Mientras un ciudadano se preocupa por llegar a fin de mes, un político calcula cómo mejorar en las encuestas, cómo aparecer en el telediario, cómo neutralizar al rival dentro y fuera de su partido.

La distancia entre unos y otros se vuelve evidente en los momentos de crisis. Cuando los incendios arrasan pueblos enteros, cuando las inundaciones dejan a cientos de familias sin nada, cuando una pandemia paraliza el país, lo primero que vemos es que son los propios ciudadanos quienes se organizan. Vecinos que cargan cubos de agua, familias que abren sus casas para alojar a los que han perdido todo, voluntarios que montan cadenas de ayuda. Y en paralelo, los políticos recorren la zona cero rodeados de cámaras, con chalecos reflectantes y discursos preparados. La gente lo sabe, por eso repite esa frase que ya se ha convertido en lema: “solo el pueblo salva al pueblo”. Y es que, cuando la realidad golpea, el apoyo real viene de la comunidad y no de los despachos oficiales.

Lo preocupante es que este proceso ocurre poco a poco, como la metáfora de la rana hervida. Si a una rana la tiras al agua hirviendo, salta enseguida. Pero si la pones en agua fría y vas subiendo la temperatura lentamente, se acostumbra y termina sin reaccionar hasta que es demasiado tarde. Los ciudadanos somos esa rana. Nos vamos adaptando sin protestar: primero a las promesas incumplidas, luego a los privilegios cada vez más descarados, después a la resignación de que la política ya no sirve para solucionar nada. Y cuando llega una gran crisis, descubrimos que el agua está hirviendo y que no tenemos escapatoria.

La paradoja es que la democracia nació para lo contrario. El gobernante debía ser un administrador temporal del poder, un gestor del dinero público al servicio de la comunidad. Pero en la práctica se ha convertido en una especie de monarquía moderna: una casta política rodeada de asesores, coches oficiales y dietas, blindada en sus privilegios. Así, los ciudadanos hemos pasado de ser supuestos soberanos a simples súbditos con derecho a votar cada cuatro años. Votamos, sí, pero después vemos cómo las decisiones se negocian en despachos cerrados, cómo los pactos se alejan de lo prometido, cómo la vida pública se convierte en un teatro en el que los actores principales siempre son los mismos.

Para que no pensemos demasiado en esta división real, se nos distrae con otra: la polarización ideológica. Se alimenta el enfrentamiento entre rojos y azules, progres y conservadores, se lanzan titulares incendiarios y debates televisivos diseñados para dividir. Y mientras los ciudadanos discuten entre sí por símbolos, banderas o etiquetas, los políticos siguen intactos, disfrutando de un sistema que solo cambia de caras pero nunca de esencia. Esa polarización es una cortina de humo que oculta la verdadera grieta: la que existe entre quienes administran el poder y quienes lo padecen.

Ante esto, ¿qué pueden hacer los ciudadanos? La respuesta no es sencilla, pero hay caminos claros. El primero es organizarse más allá de los partidos, fortalecer la sociedad civil, crear redes de apoyo y asociaciones que obliguen a los políticos a escuchar. El segundo es dejar de caer en la trampa de la polarización ideológica. No se trata de renunciar a las propias ideas, sino de comprender que el enemigo no es el vecino que piensa diferente, sino el sistema que nos enfrenta para mantener sus privilegios. Y el tercero es tomar conciencia. Dejar de ser la rana que se acostumbra a todo y empezar a reaccionar antes de que sea demasiado tarde.

Aún estamos a tiempo. Cada crisis lo demuestra: cuando el país se tambalea, no son los políticos los que lo levantan, sino los ciudadanos. Esa debería ser nuestra mayor enseñanza. La unidad que realmente importa no es la que aparece en los parlamentos, sino la que nace en los barrios, en las comunidades, en la gente común que se organiza. Solo ahí hay fuerza real.

Porque si esperamos a que el agua hierva del todo, será tarde para reaccionar. La responsabilidad de anticiparse es nuestra. El gran reto de nuestra generación es dejar de ser súbditos y volver a ser ciudadanos. Recuperar esa soberanía que nunca deberíamos haber perdido, y recordar que la democracia es demasiado importante para dejarla en manos exclusivas de los políticos.

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