La izquierda tiene 1,6 millones de trabajadores precarios. Los llama empresarios para ignorarlos
Hay 1,6 millones de microempresarios en España. No son empresarios. Son los nuevos proletarios.
El obrero de 1920 trabajaba catorce horas en una fábrica para un patrón que podía despedirlo sin motivo. El microempresario de 2025 trabaja catorce horas en su bar, su taller o su furgoneta para un sistema que puede arruinarlo sin aviso. Ambos están solos. Ambos son prescindibles. Ambos sostienen un sistema que los tritura. La única diferencia es que el proletario del siglo pasado sabía que era explotado. El microempresario de hoy cree que es empresario.
Esa es la trampa perfecta del capitalismo moderno: convencer al trabajador precario de que es un emprendedor. Darle la ilusión de libertad mientras carga con todos los riesgos que antes asumía el capital. El autónomo no tiene jefe, es cierto, pero tiene algo infinitamente peor: tiene clientes que no pagan, administraciones que sangran, bancos que aprietan y un mercado que no perdona. Y encima, debe pagar por el privilegio de jugarse su patrimonio.
La soledad como modelo de negocio
El obrero industrial del siglo XX tenía convenio colectivo, comité de empresa, vacaciones pagadas y derecho a huelga. El microempresario del siglo XXI tiene una cuota de autónomos de 294 euros mensuales que debe pagar aunque no facture ni un euro. Si enferma, pierde ingresos. Si un cliente no paga, es su problema. Si Hacienda se retrasa en una devolución, que espere. Si quiebra, nadie pregunta por qué.
La soledad es el modelo de negocio. Cada uno pelea su batalla: el bar contra el alquiler, el transportista contra el gasóleo, el diseñador contra el algoritmo de Instagram. No hay sindicato, no hay huelga posible, no hay fuerza colectiva. Solo individuos atomizados compitiendo entre sí para sobrevivir un mes más.
Y funciona. Funciona porque mantiene al colectivo desorganizado, convencido de que su fracaso es personal y no sistémico. El obrero de 1920 que no llegaba a fin de mes sabía que el problema era el salario. El autónomo de 2025 que no llega a fin de mes cree que el problema es que no trabaja lo suficiente, que no es lo bastante "emprendedor", que le falta mentalidad ganadora. Se culpa a sí mismo por un sistema diseñado para exprimirlo.
El clasismo disfrazado de emprendimiento
Y luego está la hipocresía social. Montar una startup tecnológica es cool. Da prestigio, abre puertas, se celebra en eventos con catering y networking. Montar un taller mecánico o una empresa de reparación de calefacciones se considera cutre. Es algo de lo que no se presume en una cena, algo que suena a fracaso disfrazado.
El discurso oficial dice que hay que emprender, que hay que arriesgar, que España necesita empresarios. Pero cuando el emprendimiento huele a grasa de motor o a tubería oxidada, de repente ya no es tan glamuroso. Solo vale si es digital, disruptivo, escalable, con potencial de salir en TechCrunch. El fontanero que se hipoteca para comprar una furgoneta y montar su negocio está arriesgando tanto o más que el fundador de una app, pero socialmente uno es un héroe innovador y el otro es alguien que "no pudo encontrar un trabajo mejor".
Esta esquizofrenia revela la verdad: no se valora el emprendimiento, se valora la clase social que lo rodea. No se aplaude el riesgo, se aplaude el riesgo con estética de clase media-alta. Y mientras tanto, los microempresarios reales, los que de verdad sostienen la economía del día a día, son tratados como ciudadanos de segunda. Demasiado "empresarios" para merecer protección, demasiado pobres para merecer respeto.
Los huérfanos políticos
Representan el 40% del empleo y cerca del 30% del PIB. Sin embargo, políticamente no existen.
La izquierda los ignora porque no encajan en su narrativa del siglo XX. El relato clásico era simple: trabajadores contra patrones, asalariados contra empresarios. Pero ¿qué hacer con alguien que es ambas cosas? ¿Cómo defender al autónomo que es, simultáneamente, explotado por el sistema y empleador de sí mismo? La izquierda se quedó sin actualizar su discurso y, ante la duda, optó por ignorarlos.
La derecha, por su parte, los menciona constantemente. Los usa de ejemplo del "espíritu emprendedor español", de la "iniciativa privada", del "motor de la economía". Pero a la hora de legislar, todo sigue diseñado para las grandes corporaciones. El pequeño autónomo paga la misma cuota aunque no facture, presenta los mismos papeles que una sociedad cotizada, y soporta el mismo nivel de inspección que una multinacional. En los discursos son héroes; en las leyes, son un estorbo administrativo.
El resultado es grotesco: la clase más numerosa del país no tiene partido que la represente. Son demasiado "empresarios" para la izquierda y demasiado pequeños para la derecha. Una masa enorme de votos dormidos, de rabia acumulada, de frustración sin cauce. Millones de personas convencidas de que la política no va con ellos, cuando en realidad son ellos los que sostienen todo.
El sistema se sostiene sobre sus hombros
Sin microempresarios no hay café por la mañana, ni pan en el barrio, ni fontanero cuando se rompe una tubería, ni transporte de última milla, ni taller que repare tu coche, ni bar donde tomar una cerveza. Son el tejido conectivo del país. Lo que hace que la vida cotidiana funcione.
Y sin embargo, cuando una gran empresa anuncia un ERE, salen ministros a hacer declaraciones solemnes, se convocan mesas de negociación, se buscan soluciones. Cuando un autónomo cierra su negocio, nadie pregunta. Muere en silencio, sin nota de prensa, sin minuto de gloria. Cada día cierran decenas de pequeños negocios en España y el sistema ni pestañea.
Lo paradójico es que estas microempresas no deslocalizan, no especulan en paraísos fiscales, no chantajean al Estado con marcharse. Pagan aquí, viven aquí, trabajan aquí. Están en la calle, en el barrio, en el pueblo. Su contribución no se mide solo en PIB, sino en cohesión social, en relaciones humanas, en la red invisible que mantiene viva la comunidad.
Pero el Estado los trata con la misma dureza que a una multinacional. Un autónomo que se retrasa en pagar el IVA recibe el mismo recargo que una corporación. Una inspección laboral trata igual al bar con dos camareros que a la cadena hotelera con dos mil empleados. Las ayudas, los rescates, los planes estratégicos: todo para los grandes. Para los pequeños, solo rigor y burocracia.
La generación que aprendió la lección
Muchos se extrañan de que las encuestas muestren que los jóvenes españoles prefieren ser funcionarios antes que empresarios. Se rasgan las vestiduras hablando de falta de ambición, de mentalidad acomodada, de pérdida del espíritu emprendedor.
Pero la realidad es mucho más simple y brutal: los jóvenes han visto a sus padres. Han visto al padre con el taller que trabaja doce horas diarias y no puede irse de vacaciones. Han visto a la madre con la tienda que cada mes reza para que las ventas cubran el alquiler. Han visto familias enteras arruinadas cuando el negocio quebró. Han visto el estrés, el insomnio, la incertidumbre permanente.
Y han sacado la conclusión lógica: eso no es ser empresario. Eso es ser un trabajador precario con la carga añadida de arriesgar tu patrimonio. Prefieren un sueldo fijo, vacaciones garantizadas y poder desconectar el móvil a las seis de la tarde. No es falta de ambición. Es supervivencia inteligente.
La juventud no rechaza el emprendimiento. Rechaza el proletariado disfrazado de emprendimiento. Y tienen toda la razón del mundo.
La conciencia que falta
El obrero del siglo XX tardó décadas en organizarse. Primero vinieron las asociaciones clandestinas, luego los sindicatos, finalmente los partidos obreros y las leyes de protección laboral. Fue un proceso lento y sangriento, pero al final consiguieron derechos, dignidad y poder político.
Los microempresarios de hoy no tienen esa conciencia de clase. Están tan ocupados sobreviviendo que no tienen tiempo para darse cuenta de que son un colectivo. Cada uno cree que su problema es único: que su bar no funciona porque eligió mal la ubicación, que su negocio quiebra porque no supo adaptarse, que no factura lo suficiente porque le falta talento.
No ven que el problema es estructural. Que el sistema está diseñado para que la mayoría fracase. Que las reglas favorecen al grande y asfixian al pequeño. Que la competencia con Amazon, con las plataformas digitales, con las cadenas internacionales es una batalla perdida de antemano si no hay regulación que los proteja.
Y mientras no se organicen, mientras no tomen conciencia de su fuerza numérica, seguirán siendo invisibles. Seguirán siendo los que madrugan cada día para abrir el negocio, los que asumen todos los riesgos, los que pagan todas las cuotas, y los que desaparecen sin hacer ruido cuando ya no pueden más.
Lo que está en juego
Si los partidos políticos tuvieran dos dedos de frente, verían aquí millones de votos esperando. Gente que no pide subsidios, sino reglas justas. Que no quiere privilegios, sino que se le deje trabajar sin que cada mes sea una prueba de supervivencia. Que no pide ser héroe, sino ciudadano con derechos.
Bastarían medidas concretas: cotización proporcional a ingresos reales, seguro de desempleo para autónomos, moratoria fiscal automática en meses sin facturación, reducción radical de la burocracia, protección real contra impagos, acceso a financiación sin avales imposibles.
Pero sobre todo, bastaría con reconocerlos. Con dejar de llamarlos "emprendedores" cuando son trabajadores precarios. Con admitir que sostienen la economía real mientras el sistema los exprime. Con entender que cuando un autónomo cierra su negocio, no es solo una estadística: es alguien que perdió sus ahorros, su tiempo y su salud mental apostando por ganarse la vida con dignidad.
El obrero de 1920 descubrió su fuerza cuando se organizó. El microempresario de 2025 todavía no sabe que la tiene. Pero el día que lo descubra, el tablero político completo saltará por los aires.
Porque son muchos, porque trabajan duro, y porque están hasta el cuello de que el sistema los trate como empresarios a la hora de exigirles y como mendigos a la hora de protegerlos.
La pregunta no es si tomarán conciencia. La pregunta es qué pasará cuando lo hagan.

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