Las Dimensiones de la Religión y el Respeto a la Convivencia Civil
En nuestra sociedad actual, las religiones suelen presentarse como un entramado de fe, poder y normas de vida. Desde una perspectiva racional, podemos descomponer cualquier religión en tres dimensiones clave: la fe o los dogmas, la jerarquía y la doctrina. Estas tres facetas existen en todas las religiones, aunque su influencia en la sociedad varía según el contexto cultural y legal de cada país.
En primer lugar, la dimensión de la fe es absolutamente personal. Cada individuo tiene el derecho de creer en los dogmas que considere, y en ese sentido la libertad de fe es un derecho inviolable. Pero esta libertad pertenece al ámbito íntimo, al espacio más interior del ser humano. Nadie puede penetrar en la conciencia personal y determinar lo que uno cree o deja de creer.
Ahora bien, cuando pasamos a la jerarquía, entramos en un terreno distinto: hablamos de estructuras de poder dentro de la religión, que históricamente han intentado gobernar no solo la vida espiritual sino también la vida social de los fieles. En un Estado moderno, la supremacía corresponde siempre al poder civil, y esto afecta por igual a todos los ciudadanos, incluidos aquellos que profesan una determinada religión. Dicho de otro modo: los creyentes de una religión en un país, desde el punto de vista legal y de las costumbres compartidas, están sujetos a la ley y a las normas de convivencia de ese país. Solo allí donde la ley y las costumbres no establecen reglas concretas, se abre un espacio donde los fieles pueden adaptar su conducta a la doctrina de su religión. Este principio asegura que la convivencia común no se fragmente en múltiples sistemas normativos que competirían entre sí, sino que todos los ciudadanos se rigen primero por un mismo marco civil, al margen de sus creencias.
Lo mismo ocurre con la dimensión de la doctrina. Toda religión tiene un conjunto de normas, prescripciones o recomendaciones que aspiran a regular la vida cotidiana: desde la alimentación hasta la vestimenta, desde las festividades hasta las relaciones familiares. Y mientras estas prácticas no entren en conflicto con las leyes y costumbres de la sociedad donde los fieles viven, son perfectamente legítimas. Pero en cuanto una doctrina religiosa choca con los derechos fundamentales o con las normas de convivencia reconocidas por la sociedad en su conjunto, prevalece la ley civil.
El ejemplo de Francia ilustra claramente las dificultades que surgen cuando no se establecen límites nítidos entre la libertad de fe y la aplicación de la doctrina religiosa. En algunas zonas de Francia, se han generado tensiones precisamente porque se ha confundido la libertad de creer con el intento de algunas comunidades de imponer normas doctrinales que chocan con las leyes y costumbres francesas. La pretensión de que la doctrina religiosa pueda dictar ciertos comportamientos sociales en un país con una cultura distinta ha llevado a conflictos visibles. Y es ahí donde se ve con claridad: la libertad de fe no equivale a un derecho a imponer la doctrina.
De manera similar, en el caso de Israel se observa otra confusión importante entre fe y poder. Israel, como Estado, tiene todo el derecho a que se respete la fe judía de sus ciudadanos, como cualquier otra religión merece respeto en su dimensión espiritual. Sin embargo, eso no significa que el uso de su poder político o militar deba ser respetado de la misma manera que se respeta la libertad de creencia. La fe merece respeto, pero el poder y las acciones políticas no están por encima de la crítica ni de las leyes internacionales. Israel, como cualquier otro Estado, está sometido al escrutinio del derecho internacional y de la opinión pública.
Es comprensible que, en la práctica, el Estado de Israel intente manipular el discurso acusando de antisemitismo o de antijudaísmo a quienes critican sus desmanes. Comprensible, porque toda estructura de poder busca blindarse y protegerse de la crítica. Pero comprensible no es lo mismo que aceptable. Utilizar el respeto a una religión para justificar o silenciar críticas políticas no solo es una trampa retórica, sino que además mina la verdadera legitimidad de la libertad religiosa. Confundir fe con poder es uno de los mayores riesgos de cualquier Estado que se asiente sobre una base religiosa.
Defender la supremacía de las leyes y costumbres españolas implica que los inmigrantes no católicos —musulmanes, judíos, evangélicos o de cualquier otra confesión— deban ajustarse a las leyes de España y a las prácticas sociales propias de nuestro país. Pero de ninguna manera esto significa que haya que evitar la inmigración o marginar a quienes no son católicos. Hacerlo sería, de hecho, no respetar nuestra propia ley y nuestros valores más profundos. Porque la tradición católica que ha modelado la cultura española es, en su esencia, universal, abierta, y predica la dignidad de toda persona. Precisamente por eso nuestras leyes y costumbres, que nacen de esa raíz, obligan a acoger y respetar a todo ciudadano o inmigrante, siempre dentro del marco común de convivencia.
En conclusión, entender que las religiones tienen estas tres dimensiones —fe, jerarquía y doctrina— nos permite ver con claridad dónde termina la libertad personal y dónde empieza el respeto a la convivencia civil. De esta manera, podemos vivir en sociedades diversas sin confundir la libertad de fe con el derecho a imponer una doctrina religiosa, ni con la exigencia de un respeto incondicional hacia cualquier forma de ejercicio de poder. Y, al mismo tiempo, podemos afirmar con la misma claridad que la defensa de nuestra identidad, de nuestras leyes y de nuestras costumbres no está reñida con la acogida, el respeto y la integración de quienes llegan a nuestra sociedad con otra fe, porque ese equilibrio es precisamente la esencia de nuestra tradición y de nuestra convivencia.

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