España no necesita salvadores: ya tiene ciudadanos
Durante décadas, España ha protagonizado una de las historias de desarrollo económico más notables de Europa occidental. Desde una posición rezagada a mediados del siglo XX, ha conseguido cerrar buena parte de la brecha que la separaba de economías como la francesa o la italiana. Este éxito, sin embargo, no se debe a una fórmula mágica ni a un gobierno concreto. Es el resultado del esfuerzo sostenido, del carácter del país, de su gente. Es el milagro silencioso de millones de españoles.
En 1975, el PIB de España era de unos 115.000 millones de dólares, mientras que el de Francia rondaba los 357.000 millones. Hoy, España supera los 1,7 billones y Francia los 2,5. Dicho de otro modo: hace 50 años, la economía francesa era más de tres veces mayor que la española; hoy, apenas la supera por un 50 %. En este tiempo, España ha multiplicado su PIB por 15, mientras que Francia lo ha hecho por 7.
La diferencia absoluta sigue siendo grande, sí, pero la velocidad relativa de crecimiento de España ha sido muy superior. Aunque aún no hemos alcanzado a Francia, la distancia se ha acortado de forma significativa. ¿Por qué?
La explicación no es una sola. La estructura económica de España es una de las claves. Al estar menos basada en la manufactura que otros países europeos, y más orientada al sector servicios, ha sido menos vulnerable a la competencia de Asia y a guerras comerciales. La economía española es difícilmente sustituible en sus puntos fuertes: turismo, construcción, restauración, logística, consultoría y servicios especializados.
Además, España ha sabido construir una red de empresas globales: desde gigantes como Inditex, Telefónica o el Santander, hasta empresas medianas como Ormazabal o líderes tecnológicos industriales altamente especializados. No todas son visibles en los titulares, pero muchas son líderes mundiales en sus respectivos nichos. Empresas que exportan, que invierten, que generan valor fuera de nuestras fronteras.
El turismo, tradicionalmente considerado una fuente de ingresos de bajo valor añadido, se ha convertido en un motor de internacionalización. No sólo ha traído riqueza directa, sino que ha impulsado una industria global de servicios, logística, tecnología y formación. Hotelbeds, con base en Mallorca, es un ejemplo de empresa española líder mundial en reservas hoteleras.
España ha demostrado una capacidad única de convertir fortalezas tradicionales en industrias modernas y globales. Desde la gastronomía hasta el deporte, pasando por la moda o la arquitectura, lo español se ha vuelto marca reconocida y demandada.
Otro factor determinante ha sido el mundo hispano. La facilidad de relación cultural y lingüística con Hispanoamérica ha permitido a muchas empresas españolas expandirse con naturalidad y eficacia. Esta relación también ha contribuido a que España cuente con una reserva de talento hispano bien formado, con buena integración y con motivación. Frente a la crisis migratoria de otros países europeos, España ha contado con una ventaja diferencial: inmigrantes que hablan el mismo idioma, comparten valores y encajan con rapidez.
La cultura laboral española también ha sido fundamental. Más allá de los estereotipos, existe una ética de trabajo fuerte, con empleados comprometidos y responsables. La comunicación informal, la capacidad de improvisación, la empatía y la creatividad se han convertido en activos valiosos en el mundo global de los negocios. Las comidas largas, las sobremesas, las conversaciones espontáneas han sido espacios de construcción de confianza y cohesión que muchas veces no se valoran, pero que explican parte del funcionamiento exitoso de nuestras organizaciones.
España, además, cuenta con una posición geográfica privilegiada. Puente natural entre Europa, África y América, con acceso al Atlántico y al Mediterráneo, ha sido históricamente un cruce de caminos que hoy sigue dando ventajas competitivas. Esa ubicación ha permitido captar talento, inversiones y ser punto de entrada para empresas de otros continentes.
Y todo esto ha sucedido con gobiernos de todos los colores. Lo que demuestra que el crecimiento no es mérito exclusivo de un partido ni de un ministro, sino del conjunto de la sociedad. Las empresas, los trabajadores, los emprendedores, los estudiantes, los migrantes, los profesionales, los cooperativistas. Todos han puesto ladrillos en este edificio.
Por eso, es importante subrayar que ni este Gobierno ni los anteriores pueden apropiarse de los méritos del crecimiento español. Y tampoco debe temerse que un cambio de gobierno lo ponga en riesgo. España no ha crecido por decreto, sino por voluntad colectiva. Ha crecido porque los españoles, generación tras generación, han trabajado, se han adaptado, han innovado. Han entendido que el futuro no se espera, se construye.
Por supuesto, España tiene aún grandes retos: desigualdad, deuda pública, educación, natalidad, modelo energético... Pero nadie puede negar que, a largo plazo, su trayectoria ha sido ascendente. Y eso se debe a una fuerza que no aparece en los presupuestos ni en los discursos políticos: la capacidad de los españoles para tirar adelante.
Cuando veas los titulares sobre la inflación, los tipos de interés o el déficit, recuerda esto: España ha crecido porque millones de personas, anónimamente, han trabajado, creado, confiado. Porque cuando un país cree en sí mismo y no espera soluciones mágicas desde arriba, el progreso es imparable.
Para un país, como para una empresa, es fundamental entender la causa de sus éxitos. Con demasiada frecuencia se estudian los fracasos, pero se olvida que son los aciertos los que hay que cuidar. España ha progresado gracias a determinadas virtudes —flexibilidad, creatividad, resistencia, confianza relacional— que conviene proteger, incluso si desde fuera no se comprenden o se critican injustamente. Imitar modelos ajenos sin valorar lo propio puede poner en riesgo lo que sí funciona.
Otro elemento esencial del milagro español es el tejido de autónomos, pequeños empresarios y microempresas que sostienen gran parte de la actividad económica. Son quienes abren la persiana cada día, quienes arriesgan, quienes generan empleo en su entorno inmediato. Sin ellos, las medianas y grandes empresas no podrían crecer. Son la base sobre la que se construye todo lo demás, y su esfuerzo muchas veces pasa desapercibido, aunque es decisivo.
Y en un mundo cada vez más inestable, España tiene una ventaja que no aparece en los informes del FMI ni en los rankings de competitividad: la capacidad de reacción e improvisación de su gente. Esa flexibilidad casi innata, esa forma de buscar soluciones en medio del caos, es una garantía en tiempos de incertidumbre. Donde otros se bloquean, los españoles tienden a adaptarse, a reinventarse, a salir adelante.
Así que cuando veas a un político ponerse medallas por nuestros éxitos, no sientas enfado: siente pena. Porque si necesita apropiarse del esfuerzo colectivo para justificarse, es que no tiene méritos propios. Y cuando nos amenacen con el abismo si cambia el partido en el gobierno, no sientas miedo: siente compasión. Porque quien recurre al miedo es quien ya no tiene argumentos.
Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, los españoles —desde los reyes hasta los ciudadanos más humildes— realizaron una inversión generosa y sostenida en América y Asia. Fue una inversión económica, cultural y también espiritual, que en su momento no siempre fue comprendida ni correspondida. Sin embargo, tres siglos después, España está recogiendo los frutos de aquel esfuerzo. Hoy, el idioma común, la confianza mutua, la comprensión cultural y la relación natural con el mundo hispano son activos claves ...
España no necesita salvadores. Tiene ciudadanos. Y eso basta.

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