El poder absoluto disfrazado de democracia: una reflexión sobre la resignación y el cambio
Vivimos en una época en la que la democracia —ese ideal de gobierno del pueblo— ha degenerado, en muchos casos, en un sistema donde ciertos actores políticos ejercen un poder prácticamente absoluto. No hablamos de dictaduras abiertas ni de regímenes autoritarios clásicos. Hablamos de sistemas democráticos que, por la vía de la resignación ciudadana y la ausencia de controles efectivos, han vaciado de contenido la propia democracia.
El fenómeno es inquietante, y lo peor es que lo estamos normalizando.
Pensemos en lo que sucede cuando José Luis Ábalos, exministro español, se indigna porque la opinión pública se mete “en su vida privada”. ¿De verdad es privado el uso de recursos públicos para pagar prostitutas, como ya se ha denunciado? ¿Es privado cuando los viajes, cenas o regalos se pagan desde cuentas de empresas del Estado? Lo privado termina donde empieza lo público. Y la ciudadanía tiene todo el derecho —y el deber— de exigir explicaciones.
Otro ejemplo reciente: el fiscal general del Estado borra mensajes comprometidos. ¿Qué ocurriría si eso lo hiciera un empresario, un juez o un ciudadano común? Sin embargo, no hay consecuencias. No pasa nada. Ni siquiera una disculpa. Como si la ley no fuera para todos.
Y cruzando fronteras: Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, se inventa un supuesto problema de GPS para justificar que no ha usado el avión oficial. Cuando se demuestra que no fue cierto, nadie exige nada. Nadie investiga. La mentira queda flotando, como una anécdota sin importancia.
Esto es lo verdaderamente grave: hemos dejado de escandalizarnos.
La ciudadanía observa estos episodios con una mezcla de incredulidad y resignación. Se comentan en tertulias, se bromea en redes sociales, se lanza algún tuit mordaz... y nada más. No se exige responsabilidad, no se pide dimisión, no se organizan protestas. Se acepta.
Y ahí es donde empieza el poder absoluto. No porque no haya elecciones. No porque haya censura o represión abierta. Sino porque los límites del poder ya no se hacen cumplir. Porque los que mandan se sienten impunes. Porque saben que, pase lo que pase, los ciudadanos ya no reaccionan.
Pero la historia tiene lecciones para esto.
Antes de la Revolución Francesa, también parecía que todo estaba atado. Que el poder era eterno, que los privilegios eran incuestionables. Lo mismo ocurrió con la Unión Soviética, que cayó como un castillo de naipes cuando nadie lo esperaba. En ambos casos, el poder parecía consolidado… hasta que ya no lo fue.
Hoy estamos en una situación parecida.
El poder político en muchas democracias ha dejado de rendir cuentas reales. La justicia parece mirar para otro lado. Los medios, en muchos casos, están comprados, cooptados o resignados. Y los ciudadanos —nosotros— nos hemos convertido en espectadores pasivos.
Pero la calma siempre precede a las tormentas.
¿Estamos ante un cambio de ciclo?
¿Volverá la sociedad a despertar y exigir lo que es suyo?
¿O aceptaremos este teatro democrático donde el voto es el único acto de participación permitido, y todo lo demás se reduce a obedecer y callar?
La democracia no se defiende sola.
No basta con votar cada cuatro años.
Hace falta exigir, cuestionar, vigilar. Hace falta ciudadanía activa.
Porque cuando el poder deja de tener límites reales, aunque se disfrace con urnas y parlamentos, lo que tenemos no es democracia: es otra cosa. Y si no reaccionamos a tiempo, la historia volverá a pasarnos por encima, como ya ha hecho tantas veces.

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