Madrid 80-90: los años en que todos éramos de Madrid
El Madrid de los ochenta y noventa era una ciudad que acababa de despertar del miedo. Aún olía a humo de taberna, a Ducados y a colonia barata, pero respiraba una libertad nueva, sin manual de instrucciones. La gente se miraba a los ojos con la curiosidad de quien no teme nada. Era un Madrid que no tenía prisa por ser moderno porque ya lo era sin proponérselo.
Pepe y la vida bien entendida
Mi hermano Pepe fue el mejor ejemplo de lo que significaba vivir en aquella ciudad. Tenía un instinto infalible para disfrutar y para cuidar a los demás. No necesitaba grandes planes: bastaba una mesa en Roma, un aperitivo en Narváez o unas gambas en Jurucha. Sabía que la felicidad se medía en conversaciones, no en resultados. Tenía esa sabiduría que ahora llamaríamos “soft skills”, pero que entonces era puro arte andaluz: mirar, escuchar, hacer sentir bien.
Los onubenses
Junto a él estaban Rafi y Leoncio, también onubenses. Eran mitad emigrantes, mitad aristócratas de sí mismos. Tenían el salero del sur, pero sin la caricatura. Eran finos, alegres y con una inteligencia natural para moverse en cualquier ambiente. De derechas a la hora del aperitivo y de izquierdas a medianoche en las Cuevas de Sésamo. Esa mezcla —tan madrileña— de elegancia y desparpajo, de ironía y ternura, la inventaron ellos.
Y en esa misma tropa estaban Perico y el Buly, onubenses también, más de barra que de tertulia, con ese punto canalla que da autenticidad a cualquier grupo. Sabían reírse de todo, sobre todo de sí mismos. En un tiempo en que la gente todavía no se ofendía por deporte, ellos eran la vacuna contra la solemnidad.
Los gallegos
Los hermanos García Poveda completaban el cuadro. Gallegos pijos, pero con una inteligencia socarrona y una ironía seca que convertía cualquier conversación en un duelo de ingenio. Si los andaluces aportaban la alegría, los gallegos ponían el equilibrio: medían, escuchaban, y luego soltaban una frase corta que valía por un tratado. Eran la prueba de que se podía ser elegante sin parecerlo, cosmopolita sin dejar de ser de aldea.
Los templos del Madrid alegre
Nos movíamos entre templos paganos: Richelieu y Tartufo, donde los aspirantes a élite se tomaban una copa creyendo que el mundo les pertenecía, y donde a veces lo parecía. El Avión, donde las noches se volvían infinitas, y las Cuevas de Sésamo, donde la izquierda bohemia y la derecha curiosa se reconciliaban entre vasos de vino y filosofía improvisada.
Roma, Narváez, Jurucha... lugares donde se hacía política de barra y amistad de sobremesa. Sitios que ya no existen o que existen sin alma, como decorados después del rodaje.
La ciudad mestiza
Madrid era entonces un territorio neutral. Nadie preguntaba de dónde venías, sino si sabías reírte, si tenías conversación, si sabías pedir bien una copa. Andaluces, gallegos, castellanos, vascos… todos se volvían madrileños al caer la tarde. La capital era una mezcla improbable entre el casticismo de Chamberí y la sofisticación importada de los primeros vuelos baratos a Londres o París.
Se podía ser “pijo” y “rojo” sin que eso fuera una contradicción. Había una libertad que no venía de la política, sino de la vida cotidiana.
El Madrid de hoy
El Madrid de hoy, tan cosmopolita como la España ilustrada del siglo XVIII, hereda aquel casticismo sin complejos de los 90. Ahora los bares tienen nombres en inglés y las terrazas sirven sushi, pero en el fondo sigue latiendo la misma ciudad: alegre, sarcástica, protectora de los suyos. Esa mezcla de chulería y generosidad que solo existe aquí.
Hoy todo es más rápido, más caro, más fotogénico. Pero debajo del ruido todavía se escucha el eco de aquellas risas, el tintineo de los vasos en Richelieu, las tertulias de Sésamo, la carcajada de Pepe y la mirada sabia de Rafi.
A veces basta con sentarse en una barra cualquiera, pedir un vermut y mirar alrededor: Madrid sigue ahí, disfrazado de modernidad pero con el alma intacta.
Porque, al final, todos éramos de Madrid. Aunque viniéramos de Huelva, de Galicia o de ningún sitio. Y quizá eso, más que la movida, fue el verdadero milagro de aquella época.

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