Democracia difunta

No hay ejercicio más frustrante que luchar por la vida de un difunto. Todos hemos tenido la tentación de pensar que podemos resucitar a un ser querido que ha fallecido, pero es importantísimo asumir la realidad para no sucumbir a las emociones y quedarnos en la nostalgia depresiva de añorar al difunto.

Quiero defender en este humilde artículo lo que, para mí, son dos realidades evidentes de España que urge asumir y pensar en qué podemos hacer para crear otra realidad en lugar de deprimirnos, lamentarnos y caer en la nostalgia paralizante.

Las dos realidades a las que me refiero son: la democracia española ha muerto y  los españoles no les importa un pimiento

Vayamos con el punto número uno. En España se supone que tenemos una democracia parlamentaria, es decir, un sistema político basado en que existan tres poderes y que esos tres poderes sean independientes. Para que una democracia parlamentaria sea realmente digna de ser considerada democracia, el poder legislativo debe ser una institución que refleje la voluntad de los ciudadanos y defienda sus intereses.

El núcleo de nuestro sistema consiste en que los ciudadanos elijan a representantes que deciden quién gobierna y después controlan las acciones del gobierno. El poder legislativo, es decir, las cortes generales son la clave del contrapeso entre los tres poderes. Pues bien, ese poder legislativo en España hoy simplemente no existe.

Los ciudadanos de hecho no eligen a esos representantes. Los ciudadanos, con el sistema de las listas cerradas, solo pueden decidir que logo político prefieren que tenga poder y son los partidos, confeccionando las listas, los que deciden quienes son las personas que se van a sentar en los escaños del Parlamento. Estos representantes, como es lógico, no se deben a los votantes que eligieron el logo, se pliegan a las instrucciones que les da el partido, por tanto, sin lugar a duda, son representantes de los partidos no de los votantes.

Como este mecanismo de decidir las listas a veces no supone un control suficientemente férreo del voto de los diputados, los partidos han inventado el mecanismo adicional de la disciplina de voto, con el que se aseguran que los diputados que estaban en la lista que decidió el partido agrupados en una papeleta con un logo que es lo único en lo que se permite opinar al ciudadano, nunca tengan la tentación de votar lo que consideren adecuado o lo que piensan que más pueda coincidir con los intereses de sus votantes. La disciplina de voto asegura a los dirigentes de los partidos que los diputados seguirán, sin pestañear, las órdenes recibidas del partido y jamás sucumbirán a la tentación de defender a los ciudadanos que los votaron.

Como conclusión, el sistema español consiste en que periódicamente el estado organiza una especie de encuesta, eso sí muy controlada y formalizada, para dar a los ciudadanos la oportunidad de opinar sobre el porcentaje de poder que quieren dar a cada logo político. A esta encuesta, envuelta en gran boato, la llamamos Elecciones Generales. Una vez terminada la encuesta, los partidos, valiéndose del encadenamiento de los diputados a las listas asegurado por la disciplina de voto, toman los mandos del supuesto parlamento y deciden sin ningún límite, y cada vez más, sin ningún tipo de pudor, que deben votar los teóricos representantes de los ciudadanos. 

Esta anulación del poder legislativo tiene terribles consecuencias y suponen, de hecho, la desarticulación total del sistema democrático:

  • Los ciudadanos no eligen al gobierno, son los partidos cuyos logos han ganado en la “encuesta” los que deciden quién gobierna.

  • Los supuestos representantes de los ciudadanos no controlan a los gobernantes. Solo son reales los controles que a un logo le interese hacer de los otros. Aquellos aspectos en que los intereses de los diferentes logos coinciden nadie los controlará.

  • Los controles que el poder legislativo debería ejercer sobre otros organismos del estado como el CIS, los medios de comunicación públicos o cualquier otra organismo del estado, no existen.

  • La influencia que lícitamente el poder legislativo podría tener sobre el poder judicial se convierte, gracias a los mecanismos de encadenamiento de los diputados, en ilegítimo control directo de los partidos sobre el poder judicial.

El síntoma más alarmante del absoluto control de los partidos sobre las personas que se sientan en los escaños del parlamento y, por ende, sobre el poder judicial, es la total falta de pudor. Ya no se molestan lo más mínimo en disimular que los miembros del Tribunal Constitucional son representantes de partidos o que la Presidencia del Congreso se somete a las órdenes del partido que ganó la “encuesta”

En definitiva, el poder legislativo en España no existe, se ha sustituido por marionetas de los partidos sentadas en los escaños de la Carrera de San Jerónimo y, en consecuencia, la democracia no es tal.

Vayamos al punto dos. Los ciudadanos, instalados en un alienante estado de confort, aunque tienen información de sobra para entender que aquella democracia que tanto costó conseguir ya no existe, prefieren acomodarse en sus butacas y no cuestionar las barbaridades que perpetran cada día los partidos en nombre de los que ellos llaman, cínica y pomposamente, voluntad popular.

Cuando un tramposo pierde el pudor de que se vean sus trampas es un indicador incuestionable de que la estafa se les está yendo de las manos. Todos los partidos, los tramposos de este juego, seguirán llamando democracia a este juego de marionetas. Para ellos es mucho más cómodo que un poder legislativo de verdad y les permite cometer todo tipo de barbaridades que en una democracia real no serían posibles.

Los ciudadanos tenemos la obligación de asumir la defunción de nuestra democracia y tomar las medidas que sean necesarias antes de que algún salvador de la patria entienda, con bastante razón, que no comete ningún delito enterrando a una democracia que ya está difunta.


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